La ciudad civilizada. Recorrido por una ciudad de R.H. Moreno-Durán

Fugazmente pensé en los jinetes mogoles que querían hacer
de la China un infinito campo de pastoreo y luego
envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir.
Borges – Historia del Guerrero y de la Cautiva
Tiempo ha pasado desde que nuestra especie se asentó, se apoderó del fuego y adopto la agricultura, de la escritura se hizo la historia y con ella nuestro legado. Hasta llegar aquí, a nuestras ciudades, el escenario de todo lo que consideramos civilizado, pero nuestras ciudades modernas no están alejadas de aquellas primitivas, separadas por tan solo cuarenta y cinco siglos podríamos denotar que nuestro concepto de ciudad, es tan solo un modelo arquetípico de nuestra condición de sociedad civilizada. La ciudad es un elemento central de nuestra civilización, más allá del lugar que se habite en el mundo, la estructura social de nuestra especie se ha desarrollado principalmente en estas formas particulares llamadas ciudades; aquí se concentran las principales características que denotan nuestra condición de humanos.
El ejercicio civilizador se evidenciaba quizá por primera vez, al menos en lo concerniente a las historias escritas, en la epopeya de Gilgamesh, allí, Enkindú el ser salvaje es civilizado mediante elementos propios de la ciudad; el sexo, la comida, la bebida y el vestuario son símbolos que denotan esta diferencia, así lo evidencia el poema babilónico: “[…] Ejerció ella con el salvaje su oficio de hembra […] Se quitó ella sus vestidos. Con uno cubrió a Enkindú. Con otro ella misma se cubrió […] Come pan, Enkindú, necesario para la vida. Bebe cerveza, es costumbre en el país” (Gilgamesh o la angustia por la muerte: (poema babilonio) 1994, 60,69), hasta entonces este salvaje que «solo con agua alegraba su corazón», tal y como lo hacen los animales, se transforma, su ser salvaje entra en contraposición a los seres civilizados que beben cerveza. La ciudad es el epicentro de las actividades civilizadas, es allí donde llegan las telas con que cubrir el cuerpo, donde el producto de las cosechas es transformado en pan, el conseguir comida ahora no es una tarea, el comer se ha transformado en placer, y esta harina tostada es también elevada a condición de ofrenda, una forma de recordar que la ciudad también es el recinto de los dioses. Ahora, al probar el poder de la ciudad, evidencia que es un poder transformador, él no es más un ser salvaje, pertenece ahora a un mundo civilizado, y es esta pertenencia la que le obliga a entregarse a la ciudad civilizadora.
A lo largo de la historia, la ciudad como referente de civilización se ha mantenido constante. Ya en nuestros días como símbolo de la modernidad, la ciudad sigue siendo elemento transformador de la condición humana, para ejemplificarlo se plantea aquí, una lectura de la novela del escritor colombiano R.H. Moreno-Duran; El hombre que soñaba películas en blanco y negro, publicada de forma póstuma en 2016. La novela ambientada en 1942, nos describe una Bogotá deseosa de ingresar a la modernidad, en medio del conflicto bélico mas importante del siglo, la Segunda Guerra Mundial, una ciudad que como veremos no se encuentra tan alejada ni en el tiempo ni en el espacio, así como nos lo ha mostrado Borges en La forma de la espada, «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres», esta relación se hace más evidente en palabras de Luz Mary Giraldo al contarnos como algunos narradores recorren las calles de la ciudad “poseyéndola como si fuera «una mujer largamente codiciada», una mujer que es a la vez «todas las mujeres»” (Giraldo B. 2004, xiii), una ciudad que es a la vez todas las ciudades.
R.H. Moreno-Durán, nos plantea una historia asombrosa en la que Orson Wells recorre las calles de Bogotá. Luego de haber realizado el lanzamiento en Buenos Aires de su película Ciudadano Kane, Wells visita otras ciudades latinoamericanas, su fin, documentar esas experiencias alejadas del mundo que conoce como civilizado, del que ha vivido en toda la dimensión de lo deseado, de lo que representa las ciudades como iconos del mundo, atrás han quedado las ciudades históricas, las ciudades deseadas como símbolo del ideal de nación, es al igual que en las primeras ciudades, entornos domesticadores, así lo muestra esta frase de la novela: “¿Cómo no amar la belleza de ese animal perfecto que había conquistado al tout Nueva York?” (Moreno-Durán 2016, 15).
En nuestros tiempos, sin duda la ciudad idealizada es Nueva York, su distribución planificada, en largas y rectas calles que forman enormes cuadriculas, de las que se yerguen sendas construcciones que intentan acariciar el cielo, son los nuevos faros de la civilización, símbolos de poder, de grandeza, máxima representación del poder civilizatorio, el monumento aislado digno de ser admirado, le ha dado paso al monumento habitable, vivible, al que el ser civilizado se entrega por completo, su fuerza y sangre es el motor que hace brillar la urbe. Pero las ciudades latinoamericanas poseen elementos que las hacen diferentes, lo mejor y lo peor fue heredado de España y Portugal, según Welles en la novela “lo mejor: el sentido de la hospitalidad, las mujeres, los toros y la anarquía. Y lo peor, también compartido por México, era un afianzado culto a la muerte […] Bogotá le hacia fama a su apodo, Macabrópolis, una urbe erigida como un túmulo, a dos mil seiscientos metros de altura sobre la fosa común” (2016, 36).
No en vano la cultura de la muerte era una referente de las constantes guerras civiles que cruzaban nuestro continente, y las ciudades el refugio y a su vez epicentro de las decisiones generadoras del conflicto. Son las barreras infranqueables del poder, de los ricos y pobres, de los criollos y mestizos, de quienes habitan el campo y las ciudades, quienes poseen el poder ostentan el sueño del orden, en palabras de Angel Rama, en la ciudad ordenada, “El sueño de un orden servía para perpetuar el poder y para conservar la estructura socio-económica y cultural que ese poder garantizaba. Y además se imponía a cualquier discurso opositor de ese poder, obligándolo a transitar, previamente, por el sueño de otro orden.” (Rama 1998, 23), El entorno de la novela nos sitúa en 1942, época en el que se desea imponer nuevas formas de poder a nivel mundial, así como los nazis en Europa, en Colombia Laureano Gómez intenta hacer lo mismo, según la novela “el líder de la extrema derecha proclamó […] que si su adversario ganaba las elecciones, él impediría por todos lo medios […] y para ello contaba con los mismos aliados que […] ayudaron a Franco en España” (Moreno-Durán 2016, 147), nada más que Hitler y Mussolini, los grandes devastadores de Europa dispuestos a sostener un recalcitrante conservador al otro lado del mundo, en aquel pedazo de tierra olvidado del aliento de Dios. Sin duda Moreno-Durán nos recuerda que los tiranos existen en todos los tiempos y lugares, y que así como sucede en Berlín o Roma, igual sucede en Bogotá.
La ciudad vive gracias a lo antagónico que subyace en ella, existe una ciudad hecha de un lenguaje que expresa lo civilizado, y otra que reclama los deseos y placeres ocultos de nuestro universo instintivo y salvaje. Ya desde el antiguo reino de Gilgamesh esos placeres tenían lugar en la ciudad, particularmente el sexo representaba uno de los mayores elementos civilizadores, por él se llega a las fibras de lo cultural, aquí no hablamos del sexo conyugal, hablamos de la cultura del sexo que se intercambia, que tiene un propósito más allá de la reproducción. De esa construcción alrededor del sexo en nuestros tiempos sobreviven los burdeles, de estos Welles los describe de la siguiente forma: “Ésta es una de las grandes conquistas de la cultura: la invención del burdel. Y no me refiero al tráfico de carne, pues eso se hace en cualquier parte, sino a la tertulia cálida y gentil con interlocutores con quienes todo es posible. […] Sólo a los políticos y a los militares se les ocurre venir a un sito como este exclusivamente a fornicar” (2016, 110). Este apartado revela el lado oculto del burdel, es el territorio secreto del intelectual, es uno de los lugares que determina en palabras de Angel Rama: “los múltiples encuentros y desencuentros entre la ciudad real y la ciudad letrada, entre la sociedad como un todo y su elenco intelectual dirigente” (Rama 1998, 40). Es el lugar en el que la deconstrucción de la civilización se hace posible, la ciudad real, sucumbe ante la letrada, allí donde el sexo es el más fiel mediador. Sin embargo en ocasiones la carga se invierte y la ciudad letrada es consumida de las más oscuras formas, Welles es testigo de esos fenómenos alternos de la ciudad; “Cuando el taxi rojo me dejo ante la entrada principal, dos calles abajo de la plaza de los Mártires, pensé que acababa de llegar por voluntad propia al infierno […] Algunas mujeres salieron al paso del taxi pero yo fui insensible a sus ofertas que más bien parecían ruegos” (Moreno-Durán 2016, 222), si bien el burdel es el epicentro de la ciudad letrada, en la periferia se encuentra el centro de la ciudad real. Moreno-Durán nos muestra en este apartado que esa periferia enferma es común a todas las ciudades y a todos los tiempos, aquí representada como una casa de opio, que ya desde la distante Babilonia hacia sus estragos, no importa el momento y el lugar en todos los tiempos como en todas las ciudades que visita Welles se encuentra una casa de opio, las hay de todas los formas y precios, bien lo argumenta nuestro protagonista al afirmar: “el opio es como las putas, hay de todos los precios y para todos los gustos” (2016, 232).
La ciudad que recorre Welles esta llena de símbolos que nos recrean una Bogotá que se dirige hacia la modernidad, desde el aeródromo alejado del centro de la ciudad cuya vía de acceso nos reconstruye un escenario entre lo urbano y lo rural, característico de mediados del siglo XX, y en la mitad del recorrido como un punto inicial, el máximo símbolo de la ciudad industrial, el edificio de la Estación de la Sabana, “el punto cero de los ferrocarriles de este país. De aquí salen los trenes hacia el ancho mundo y aquí hacen escala los de la periferia” (2016, 86); A su destino lo espera el Hotel Granada una estructura de apariencia neoclásica, allí en la esquina de la avenida Jiménez de Quesada con séptima, el hotel se levanta imponente aún cuando no ha cumplido los quince años, a esto Welles responde: “Me encantan las jovencitas con aspecto de mujeres bien curtidas –dijo–, como este hotel. No te imaginas Balbuena, cuántas aberraciones arquitectónicas debemos soportar en nombre de la modernidad” (2016, 94). No deja de ser un comentario premonitorio, si desde nuestro tiempo regresamos la vista a la misma esquina, para apreciar como el bello hotel fue irremediablemente sustituido, por esa otra aberración arquitectónica, llamado Banco de la República.
Wells se siente cómodo al caminar las calles de la ciudad, de la misma forma que disfruta el apretujado recorrido del tranvía, el gusto de Welles no se puede ocultar; “Me gustan las ciudades en la que el miedo forma parte de su definición – dijo –. La pesadumbre y el terror nunca aparecen en las tarjetas postales y por eso me agrada ponerme a prueba en ciudades como ésta” (2016, 98). La ciudad es un elemento que esta vivo y hace sentir con vida a quienes la habitan, pero no es suficiente evidencia para saber que se vivió en ellas; Welles al llegar a la ciudad pierde su pasaporte, al cabo de dos días le es regresado sin la hoja que contiene el sello de entrada al país, “Wells se encontraba ahora de forma ilegal, desasistido y en manos del azar. –-O, lo que es aún más sorprendente— […] este pasaporte dice que Orson Welles jamás puso un pie en este país” (2016, 255), al parecer la escritura es la evidencian necesaria de la existencia, es esa relación particular de las ciudades escritas, donde la ciudad es tejida por la literatura para dar cuenta de aquellos elementos culturales que en forma de trama, “alimenta imaginarios en los ciudadanos y en seres ajenos, relacionando realidades y fantasías” (Giraldo B. 2004, xv).
Así Moreno-Durán nos recrea esa Bogotá de los años cuarenta, conectada sin duda, con todas las ciudades existentes, una ciudad que por su dureza, fortalece el carácter de quienes la habitan y visitan, es el carácter civilizador de la ciudad. Es una ciudad letrada en la que se puede leer los símbolos de la modernidad. Es ciudad porque sin duda posee las características arquetípicas que la definen.
Para concluir planteare aquí tres apartados con relación a las ciudades, el primero se encuentra en el campo de los elementos de civilización y barbarie; en muchos espacios se ha establecido que las ciudades son un producto del acto civilizador, sin embargo pueden considerarse a las ciudades como un elemento civilizador, no es el producto, es un medio, en ella convergen las características que nos alejan de lo salvaje, y de tal forma se hace herramienta que transforma a quienes la habitan y visitan.
De este apartado se desprende el segundo, la ciudad que ha transformado los centros de peregrinación estáticos, míticos, a los que se les rendía veneración por ser representaciones de una civilización superior, pasan de ser monumentos venerados, a ser iconos habitados, así, se plantea que la ciudad no se observa, se vive. Y un tercer y ultimo aspecto, es la imagen arquetípica de la ciudad; sin importar en que lugar y tiempo se encuentre, las ciudades se comportan de formas similares, independientemente de la cultura que las habite, siempre estarán en posesión de los elementos transformadores de lo salvaje a lo civilizado, el mismo poder de la ciudad de Uruk gobernada por Gilgamesh, habita en la Bogotá visitada y recorrida por Welles,
Referencias:
Giraldo B., Luz Mery. 2004. Ciudades escritas: literatura y ciudad en la narrativa colombiana. Serie Crítica y literatura. Bogotá, D.C: Convenio Andrés Bello.
Moreno-Durán, R. H. 2016. El hombre que soñaba películas en blanco y negro.
Rama, Angel. 1998. La ciudad letrada. Montevideo, Uruguay: Arca.