De la hora sin sombra al cantar del alcaraván. Un breve ensayo sobre La hojarasca (1955)
!Como te pareces al agua, alma del hombre!
¡Como te pareces al viento, destino del hombre!
Goethe
Tres generaciones reunidas alrededor de un cadáver. Tres generaciones reviviendo sus vidas en tres interminables horas, desde la hora sin sombra, la hora desierta, a la hora en que cantan los alcaravánes. Tres interminables horas para revivir la llegada y la partida de la hojarasca, el auge y la caída de Macondo.
Por primera vez escuchamos nombrar aquella población perdida en el imaginario de la costa atlántica, no imaginaria por el mismo hecho de ser ficticia, es imaginaria porque en ella se reúnen todas las condiciones de un verdadero extrañamiento del mundo, ese es Macondo, víctima de las transnacionales bananeras que la elevaron en medio de la idea del progreso, para luego dejarle caer sin advertencia alguna, así como la hojarasca que llega sin avisar, trayendo consigo lo desechado de lugares lejanos y desconocidos, depositándolos en nuestras puertas, arrumándose en las esquinas abandonadas y dejadas a la intemperie, para luego simplemente esperar verles sucumbir ante su misma podredumbre. Y así como llega, de la misma forma se va, como la tormenta intempestiva que invade, que destruye, y se marcha en calma.
Un acontecimiento es el detonante de tres visiones de mundo, un médico muerto y su entierro imposible el eje que articula una historia de promesas que parecen quebrarsen y de odios imperdonables necesarios para que los recuerdos sigan existiendo; nos encontramos ante un universo de extrañas sensaciones, de formas sinestésicas, que nos llevan a imaginar un pueblo que es, a su vez todos los pueblos, un universo capaz de albergar todas las posibilidades, así como “se oye el zumbido del sol por las calles” (García Márquez, 2011, p. 11), se distinguen espacios cargados de imposibilidades, lugares que solo se reconocen por el olor, lugares que atraparon el de los jazmines, del romero y del nardo para siempre; en palabras del Coronel al ver las diligencia con que su esposa Adelaida preparaba la atención del desconocido visitante; “Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado de irrealidad” (2011, p. 56).
La obra se construye desde tres puntos de vista, la del Coronel, la de su hija Isabel, y la de su nieto. Solo el lector puede reunir aquellos fragmentos, solo “al abrirse la ventana las cosas se hacen visibles pero se consolidan en su extraña irrealidad” (2011, p. 22). La obra a medida que avanza se expande, y forma a su vez tres visiones de mundo: la de coronel, el pueblo y el médico, que componen una triada trágica, producto de la incomunicación donde la moral se enfrenta a los valores, a través del discurso tejido alrededor de la lealtad y de los recuerdos que se preservan en una compleja trama mediada en muchos casos por elementos sobrenaturales, aquellos tan arraigados en el folclore de una cultura por naturaleza supersticiosa. Hasta el mismo párroco del pueblo apodado El Cachorro le da razón inequívoca a lo consignado en un almanaque. El párroco “prefiere orientar al pueblo en relación con los fenómenos atmosféricos [..] su predica por eso no se basa en los Evangelios, sino en las predicciones atmosféricas del almanaque Bristol” (2011, p. 95). Que delgada es entonces la línea que separa la ciencia de la superstición.
Desde el inicio, el epígrafe de Antigona nos muestra la tragedia presente en la obra; el cuerpo sin vida que nadie llora y el que no se permite enterrar, y así como el nieto del Coronel lo expresa: “por primera vez he visto un cadáver […] y me basta con cerrar los ojos para seguir viéndolo adentro, en la oscuridad de los ojos” (2011, p. 11,65), En cierta forma pareciera que el detener el entierro es la manera de retroceder el tiempo, de regresar al instante previo a la llegada de la hojarasca, el cadáver se convierte entonces en referente de la desgracia, el icono de “toda esa amarga materia de fatalidad que ha destruido a Macondo” (2011, p. 119). No puede ser enterrado hasta que cada uno de sus habitantes descargue en él todo el dolor reprimido, toda la impotencia acumulada, toda la verdad olvidada, aquella verdad en la que “todo lo había traído la hojarasca y todo se lo había llevado” (2011, p. 120).
La muerte del médico que se ahorca en su casa, empleando la soga que le ha mantenido igualmente suspendido del suelo al sujetar su hamaca, que le ha permitido evadir la realidad como si el hecho de no rozar la tierra con sus pies, lo alejara del recuerdo de lo sucedido, es el recuerdo imperdonable de la impiedad con que trato a las gentes de Macondo cuando requirieron de su ayuda, esta allí suspendido eternamente, los ojos que le han visto no le permitirán irse, aquella imagen no se borrará, el cerrar los ojos solo reaviva los detalles, y en cada uno es nuevamente ver por primera vez el cadáver.
La llegada del doctor al pueblo parte de la confianza inquebrantable, llegó con una recomendación del coronel Aureliano Buendía, ¿Quien podría entonces desconfiar de un doctor que come hierba hervida, de esa misma hierba que comen los burros? Bastaron solo 25 años para invertir aquella sensación de confianza, para que Macondo pensará que ese miércoles 12 de septiembre de 1928 era un “buen día para enterrar al diablo” (2011, p. 61). El mismo demonio que había hecho abortar a su compañera guajira, por quien no atravesaban las dudas morales y mucho menos los juicios de conciencia; así lo comprendía el Coronel: “mi actitud era egoísta y que por esa sola mancha de mi conciencia me correspondería sufrir en el resto de mi vida una tremenda expiación. Él, en cambio, estaba en paz consigo mismo” (2011, p. 104).
Es imposible entender esa paz interior, en especial cuando retumban en los recuerdos de los pobladores aquellas palabras: “se me olvidó todo lo que sabia de eso. Llévenlos a otra parte” (2011, p. 121), aquella infausta frase, aquellas palabras no tendrán ni perdón, ni olvido, fueron pronunciadas a través de la puerta que nunca se abrió, en medio de la suplica de un pueblo impactado por la violencia en la que hombres y mujeres agonizaban.
No podría entonces, no ser el hombre más odiado, su muerte la más deseada y esperada; pero a Macondo no se le puede arrebatar las sensaciones que produce el imaginario de justicia, para el pueblo la muerte del doctor no es suficiente, debería morir una y mil veces, de ser posible descolgarían y colgarían el cuerpo cuantas veces fuera necesario, solo para asegurarse que en realidad esta muerto, o para que cada uno de los habitantes del pueblo lo pueda matar nuevamente, este sentimiento se encarna en las palabras del alcalde al ser llamado para certificar la partida del doctor de este mundo: “No podemos asegurar que esta muerto mientras no empiece a oler […] Tendría que verlo colgado para convencerme” (2011, p. 23,33). Nuevamente aquí el olor se hace presente para conceder esa visión de realidad y verdad irrefutable; Pero ni el doctor, ni Macondo, habían evidenciado el destino cambiante que la hojarasca traía con su forma de progreso, la compañía bananera había organizado el servicio médico de sus trabajadores, los servicios del doctor se hicieron innecesarios, “Él debió ver los nuevos rumbos trazados por la hojarasca, pero no dijo nada […] Entonces echó el cerrojo a la puerta, compró una hamaca y se encerró en el cuarto” (2011, p. 68), el pueblo, había olvidado mucho antes al doctor, le había dado la espalda tiempo atrás, tan atrás, para que él se hubiera también olvidado de lo que sabia.
El Coronel, debe cumplir su promesa, tiempo atrás el médico le había hecho prometer velar por su entierro: “écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito para que no me coman los gallinazos. […] – Es una petición innecesaria, doctor. Usted me conoce y debía saber que yo lo habría enterrado por encima de la cabeza de todo el mundo” (2011, p. 122,123). Es el momento de cumplir sin importar quien este frente a él, no es de extrañar entonces, que los vicios traídos por la hojarasca de la industria bananera, la misma que inundo con todos los desperdicios de la humanidad a este pueblo, impregnará de codicia descarada a sus habitantes, El Coronel escucha la voz del alcalde que dice: “«Coronel, esto podríamos arreglarlo de otro modo»”, y él sin darle tiempo a terminar, le dice «Cuánto» (2011, p. 35).
La Hojarasca llega con los desperdicios del hombre para hacer de su alma una sustancia liquida que se escurre entre los dedos y las formas, mientras su destino es arrastrado de forma caprichosa como si de una hoja empujada por los vientos se tratase.
Todas las desgracias juntas parecen haber tocado a Macondo, pero a pesar de ellas el cuerpo inerte consigue emprender el viaje al cementerio, a pesar de los signos, “de todas las desgracias que han caído sobre nosotros, lo único que nos faltaba era este maldito año bisiesto” (2011, p. 116). Nuevamente la superstición invade, se hace presente desde el inicio al final, no es casual que se descubra el cuerpo inerte al medio día, a esa hora desierta, esa misma hora en la que los vivos se refugian en los sueños y en las sombras, hacen parte de ese tiempo supersticioso, la hora en que al fin se desplazan al cementerio, es esa hora en particular, no podría ser otra diferente que aquella en la que los alcaravanes cantan, es la hora precisa, son las tres de la tarde, no es casualidad, tampoco es porque los alcaravanes canten cuando sienten el olor a muerto, es lo que debía acontecer, “de todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque” (2011, p. 123). Es la absoluta certeza de la existencia de la irrealidad, del mundo cautivo al otro lado del espejo, es la personificación de la hojarasca capaz de marcar y cambiar el destino de los seres humanos.
García Márquez, G. (2011). La hojarasca. Nueva York: Vintage Español.
Jimmy Efraín Morales Roa – marzo – 2016